miércoles, 10 de junio de 2015

Jodorowsky's Dune o cómo traspasar los límites de la cinefilia



Si bien el propósito de este post es recomendar calurosamente un trabajo documental de excepción como lo es Jodorowsky’s Dune, antes de entrar en tema voy a permitirme una breve introducción que empieza con un flashback de tres décadas. 
Concordia, 1985. Por ese entonces contaba con 13 años y el cine venía siendo mi principal interés desde que ingresara al colegio secundario. Cuando pegué el estirón y logré independencia de los adultos para ingresar a las salas mi vida dio un salto de calidad notable. De pronto tenía acceso a un mundo de magia y ensueño que le ponía un poco de color a una etapa personal que en otros aspectos no era precisamente la más feliz. Igualmente nada de esto hubiese sido posible de no existir –a diferencia de los años de plomo- cierta desatención de la gente responsable de supervisar la edad de los chicos que sacaban su entrada con la esperanza de poder ver títulos “prohibidos” del tenor de La Naranja Mecánica, Rambo 2 o la mismísima Terminator. Y dependiendo del título en cuestión en general y de la portación de cara en particular, las chances de lograrlo solían ser bastante altas. A mí, por ejemplo, nunca me pidieron documento ni me obligaron a pegar media vuelta y volverme a casa masticando bronca. Supongo que tuve suerte. Ese año se programó una reposición de algunos de los filmes más emblemáticos de Alfred Hitchcock: entre ellos El tercer tiro, Festín diabólico (también conocido como La soga), Vértigo, La ventana indiscreta y Psicosis. De esas obras esenciales pude darme el gusto de ir al Gran Odeón a ver por primera vez Vértigo y La ventana indiscreta (mi película favorita del gran Hitch). Lo insólito es que Vértigo se programó en doble función con… ¡Duna, de David Lynch! Claro, compartían el mismo estudio (Universal Pictures) y distribuidora (UIP) pero ¿cómo conciliar semejantes diferencias entre ambas? Era imposible. Y sin embargo ése ha sido desde siempre uno de los atractivos más loables de estos mixes insólitos junto con la paradoja de que en repetidas oportunidades el título de relleno termine siendo mucho mejor que la atracción principal. 



Programa doble inolvidable: la Vértigo de Hitchcock y la Duna de Lynch.


Había visto el trailer de Duna y la promesa de una space opera en la línea de Star Wars concitaba muchísimo mi atención. En el avance se observaban efectos especiales de primera línea y escenarios alucinantes, mucha fantasía e imaginación, y aunque no conocía ni la novela de Frank Herbert en la que se basaba, ni a los actores (exceptuando a Sting… de quien no diría que es un actor de todos modos) y menos que menos al director David Lynch, todo esto me predispuso a pasar una noche de sábado inolvidable. Primero proyectaron Vértigo. Debo confesar que la película me dio vuelta la cabeza (no por nada es uno de los trabajos más complejos de Hitch) y estaba todavía tratando de procesar su fabulosa historia cuando arrancó Duna. El entusiasmo no me duró casi nada. Entró a mermar a medida que la trama avanzaba (digamos, para pecar de generosos) hasta perderse por completo al promediar la función. De poco sirve la tecnología y la perfección técnica si el espectador se queda afuera de la historia y la línea argumental es tan errática como un electrocardiograma. La crítica y el público que no suelen coincidir tan a menudo como se piensa dieron un veredicto unánime: Duna era un fracaso absoluto. La producción de Dino De Laurentiis había invertido 40 millones de dólares (cotejar con los risibles 6 millones de Terminator, filme artística y comercialmente redondo), además de cuatro años de rodaje y post producción que obviamente no se reflejaban en la pantalla. De Laurentiis decretó la quiebra pero un par de años después volvió por los fueros con su flamante compañía DEG y no dudó en producirle a Lynch su reconocida Terciopelo azul. Con todo, un hombre coherente con sus ideas. Duna fue una decepción, sí, seguro, pero lo que no me imaginaba era que el proyecto de adaptar el premiado libro venía dando vueltas desde mediados de los 70’s por un señor multifacético, chileno de nacimiento pero nacionalizado francés, que responde al nombre de Alejandro Jodorowsky.

Alejandro Jodorowsky en El Topo (1970)


La primera referencia de la Dune de Jodorowsky me llegó a través de los fantásticos extras de la edición en DVD de Alien, el octavo pasajero; y concretamente, por una entrevista al coguionista del filme de Ridley Scott, Dan O’Bannon (luego director de esa obra maestra que es El regreso de los muertos vivos), que en 1975 fuera contratado por Jodorowsky para encargarse de los complejos efectos especiales que requeriría Duna. El trasandino quería a Douglas Trumbull, el visionario técnico en el que confió Kubrick para 2001: odisea del espacio, pero tras entrevistarse con él intuyó que además de una vanidad mayúscula el especialista en F/X no poseía una mente abierta y permeable a comulgar con los aspectos filosóficos y religiosos del guión. Quiso el destino que en esos días viera Dark Star, la ópera prima de John Carpenter. Allí, Jodorowsky descubrió al por ese entonces ignoto O’Bannon y se convenció de que era el adecuado (conclusión en apariencia insólita considerando la precariedad de esa producción clase B). Pero no quiero excederme en brindar información que ya está en el documental. Baste decir que Jodorowsky -todo un personaje asociado a distintos movimientos estéticos de los 60s y 70s cuando realizó sus películas más conocidas como Fando y Lis, El Topo o La montaña sagrada- se fue rodeando de artistas de enorme calibre en distintos rubros para la concepción del proyecto a los que sedujo con su inteligencia, convicción y carisma. Repasemos algunos de ellos: Michel Seydoux era el productor factótum del que dependía Jodorowsky para materializar su sueño; para el diseño de naves, personajes y escenarios fueron convocados los artistas Chris Foss, Jean Giraud (más conocido como Moebius, el mítico dibujante de cómics) y el luego celebradísimo H.R. Giger (creador del monstruo xenomorfo de Alien…); de ciertos fragmentos de la música se encargarían los británicos Pink Floyd y los germanos Magma; y algunos de los actores convocados que le habían dado el sí al ambicioso realizador chileno incluían a gente tan heterogénea como Salvador Dalí, Mick Jagger, Orson Welles, Gloria Swanson, David Carradine y Amanda Lear. De semejante cambalache de nombres podía salir la mejor o la peor película del mundo. Pero ya nunca lo sabremos…

Las tres películas que cimentaron el prestigio de Jodorowsky


En 1976 Frank Herbert viajó a Europa y se encontró con un panorama alarmante: de los 9.5 millones de dólares de presupuesto destinado a la producción por todo concepto ya se habían evaporado 2 millones solamente durante la preproducción. Pese al gasto desorbitante hubo un gran trabajo de los ilustradores y diseñadores conjuntamente con Jodorowsky que armaron un libro voluminoso donde se podía apreciar, además del guión, el detallado storyboard de la película, complementado con los dibujos de los escenarios y el vestuario. Estaba todo pautado en esta maravillosa guía que Seydoux mandó a imprimir para que cada estudio de Hollywood reciba su copia. La idea del productor era conseguir la financiación faltante en Estados Unidos y el libro era una excelente carta de presentación. Nadie se atrevería a no tomarlos en serio luego de apreciar tan magna labor. El problema es que aunque reconocían el talento artístico allí aplicado las majors hollywoodenses miraban con desconfianza a Jodorowsky y descreían de la viabilidad de una producción de ciencia-ficción, género que no estaba de moda (el estreno de Star Wars un año después cambiaría por completo la perspectiva de los mismos ejecutivos). Pese al esfuerzo de todos los involucrados Dune fue perdiendo terreno, los artistas que se dieron a conocer por el libro/guía fueron contratados por otros productores y parte de lo hecho para Jodorowsky fue aprovechado por otros directores (Alien, el octavo pasajero es el título más representativo ya que reunió a O’Bannon, Giger y Foss). Tras cinco años de buscar fondos y de viajar constantemente tratando de reunir al equipo más impactante de la historia del cine, Seydoux finalmente se rindió y se retiró dejando inconcluso el proyecto. Jodorowsky quedó destrozado. Para él Dune sería el legado de su vida, donde se resumirían todas sus inquietudes artísticas, místicas, religiosas y filosóficas. Viendo el documental se trasluce que ese sentimiento de pérdida inmensa sigue haciéndose carne en el ya octogenario director que tras una larga ausencia del cine retomó lo actividad en 2013 con la realización de la muy autobiográfica La danza de la realidad (estrenada en Argentina recientemente). Ese año tanto este filme como el brillante documental que Frank Pavich suscribiera sobre la figura de Jodorowsky y el truncado proyecto de Dune se proyectaron en el Festival de Cannes. Si bien nunca fue olvidado por los cinéfilos, este retorno a la palestra del autor de Santa Sangre en pleno siglo XXI puede considerarse un acto de justicia. 


Portada del imponente libro con el arte de Duna


Para su película Frank Pavich entrevistó a todos los sobrevivientes del proyecto. Mucha gente por desgracia dejó de pertenecer al mundo de los vivos: además de los más obvios como Dalí y Welles -que ya eran grandes para cuando fueron convocados- hay que lamentar la desaparición física de Dan O’Bannon en 2011 (aparece su esposa dando testimonio) y de H.R. Giger en 2013. No obstante, la entrevista más importante por motivos lógicos es la del omnipresente e incomparable Alejandro Jodorowsky que en definitiva es la que justifica la visión de este trabajo. Mechando caprichosamente el español con un inglés tarzanesco, el chileno desborda de pasión e inteligencia mientras narra con minuciosidad todo lo acaecido mientras se mantuvo al frente de esta frustrada aproximación al universo literario de Frank Herbert. Una que hubiese merecido otra suerte. Solamente las anécdotas que cuenta sobre Dalí y Welles convierten a Jodorowsky’s Dune en una experiencia imperdible donde es tan importante el mensaje como el mensajero (de un histrionismo de a ratos hilarante). La hora y media del filme pasa volando de la mano de un hombre que logra transmitir con éxito al espectador muchas de sus características personales: profundidad, sofisticación, agudeza intelectual y una seducción que brota naturalmente toda vez que exista un interlocutor dispuesto a escucharlo.

Poster del soberbio filme

Jodorowsky tal como aparece en el documental de Pavich




En Jodorowsky’s Dune se recrean lo que habrían sido algunas escenas animación mediante, se informa sobre las particularidades estilísticas que pensaban llevar a cabo desde la puesta en escena, se da cuenta de las idas y venidas con los actores en distintos puntos del planeta, se rememora con resignación la dura batalla para conseguir la financiación con un profuso anecdotario,  y como coda se explicita cuáles son las obras de Hollywood (muy populares todas) que resultaron influenciadas por el trabajo del chileno y su equipo. Algo increíble, diría que sin precedentes, para una producción que nunca llegó a realizarse. Es terrible que se haya desperdiciado tanto esfuerzo pero como no hay mal que por bien no venga gracias a esa desgraciada sucesión de eventos es que hoy podemos disfrutar de una película fascinante. La única condición es que te guste el cine. Conozcas la filmografía de Jodorowsky o no, esta es una cita de honor que moviliza, divierte y te hace pensar que hubiese sucedido de haberse plasmado. ¿Una genialidad?, ¿una bizarrada?, ¿un poco de cada cosa? Qui lo sa pero es maravilloso poder elucubrar nuestras propias teorías al respecto.


                                             Trailer de Jodorowsky's Dune (2013)

miércoles, 6 de mayo de 2015

Electric Boogaloo: un documental de ensueño sobre la Cannon Group



Vengo con este post a intentar saldar una deuda personal: por una cuestión de tiempo me quedó sin publicar la cobertura del entrañable filme Electric Boogaloo: The Wild, Untold Story of Cannon Films (2014) que se proyectó en el último Festival de Cine de Mar del Plata. Sépanlo: este documental del australiano Mark Hartley es un golpe certero a la nostalgia para quienes crecimos durante la década del ’80. Muchas de las películas que evoca las ví en salas de cine y fueron repasadas luego una y otra vez con la llegada del VHS. ¿Quién podía resistirse a las secuelas de El vengador anónimo, con el rústico y no por eso menos maravilloso Charles Bronson, o enfrentar a los pérfidos vietcong de la mano del imbatible Chuck Norris en la saga de Desaparecido en acción? Nunca olvidaré la ovación que se llevó el gran Carlos Ray (Chuck para los amigos) en la primera función tarde del jueves de estreno de la primigenia Desaparecido en acción (que en realidad es la segunda pero se estrenó antes: típica locura a lo Cannon). La película congela épicamente el último fotograma con un victorioso Norris sosteniendo a un prisionero de guerra estadounidense y enfrentando desafiante al gobierno vietnamita que aseguraba que era imposible que aún quedara algún recluso en territorio asiático. Sin siquiera un mínimo resquicio para una lectura política elemental la platea estalló en aplausos y vítores con el triunfo del héroe. Chuck Norris antes y después hizo mejores filmes pero Missing en action supuso su consagración como la figura de acción del momento.


Chuck Norris y Charles Bronson, las figuras de la Cannon más convocantes
 
Tras realizar dos fabulosos filmes rabiosamente cinéfilos como Not Quite Hollywood: The Wild, Untold Story of Ozploitation (2008) y Machete Maidens Unleashed! (2010), también exhibidos en su día en el Festival de Cine de Mar del Plata, en Electric Boogaloo... Hartley desmenuza con rigor crítico lo que fue para la industria fílmica estadounidense el desembarco de los ambiciosos primos israelíes Menahem Golan y Yoram Globus que compraron la Cannon Films en 1979 por 500.000 dólares. El relato es una cabalgata inagotable de anécdotas contadas especialmente para la película por algunos de los actores, directores, guionistas y técnicos que hicieron posible aquellas obras que contempladas hoy parecen de dudosa calidad, pero que en su época eran entretenimientos pochocleros insuperables. Electric Boogaloo… analiza los comienzos en Hollywood, los primeros éxitos y fracasos (Enter the ninja y The Apple, respectivamente), el relanzamiento de la carrera de Charles Bronson en sus últimos años y el asentamiento de Chuck Norris como súper estrella del género de acción con títulos como la trilogía de Desaparecido en acción, Invasión USA, Fuerza Delta y en una vena más cercana a Indiana Jones o Las minas del rey Salomón, El templo del fuego.



La Santísima Trinidad de Chuck y la Cannon: Desaparecido en acción, Fuerza Delta e Invasión USA


También se pone en perspectiva la voracidad comercial de los primos que buscaban incrementar la cantidad de rodajes año a año como si con eso aseguraran la subsistencia del sello. La Cannon siempre fue a más sin importarle los riesgos y fue así como se cavó su propia fosa: endeudados, con filmes mal acabados técnicamente que no rindieron en la taquilla, la sociedad que parecía indestructible llegó a su fin antes de entrar en los 90’s. Electric Boogaloo: The Wild, Untold Story of Cannon Films quizás no sea el mejor trabajo de Mark Hartley –es una pena que ni Golan (fallecido durante la postproducción) ni Globus hayan sido entrevistados, supongo que no aceptaron el convite- pero el tema que trata es una de mis debilidades personales y recomiendo su visión no sólo a quienes saben lo que se van a encontrar sino también a la gente más joven que va a descubrir lo bizarros que eran estos muchachitos cuyo fanatismo por el cine los consumió irrevocablemente. Como complemento y a la vez homenaje a la Cannon en el festival se proyectaron Invasión USA, Halcón y Salsa picante. No están entre lo más rutilante de su producción pero igual se agradece el gesto… 

                                           Trailer del documental de Mark Hartley

miércoles, 29 de abril de 2015

Emoción a flor de piel en Atari: Game over



Dicen que no es bueno vivir anclado en el ayer. Esa tendencia a querer revisitar viejas épocas -amparados quizás en aquella máxima que asevera que “todo tiempo pasado fue mejor”- encuentra un terreno más que fértil entre los nostálgicos inveterados que se la pasan mirando para atrás entre suspiros por lo que ya no está, y resignación por las malas vibras que proyecta un presente que jamás estará a la altura de tantas expectativas. Cualquier cosa puede ser objeto del deseo para un nostálgico: llámese cine, música, literatura, videojuegos,  etc. Hace poco se conoció un documental -asequible en Netflix aunque como alternativa también se puede bajar de internet- sobre lo ocurrido con el videogame de la película E.T. El Extraterrestre que tras fracasar comercialmente durante muchos años fue señalado como uno, sino el mayor responsable, de llevar a la quiebra a la mítica empresa Atari. Detrás y delante de cámaras se ubica un laburante del cine, el habitualmente guionista y en ocasiones director Zak Penn (responsable de adaptar unos cuantos cómics a la pantalla grande: Hulk y los X-Men, entre ellos) quien cuenta con otro documental interesante como antecedente: Incident at Loch Ness (2006). Financiada por Microsoft, Atari: Game over (2014) es el manifiesto de amor de un Penn tan entusiasta por el tema como algunos de los personajes que van desfilando a lo largos de los concisos 66 minutos que dura la obra. Veamos por qué es recomendable tan atípico proyecto.


40 dólares costaba el cartucho de E.T.


La pasión es el combustible que nos mueve a los seres humanos. También lo hacemos por inercia, seguro, pero ¿cuánta más convicción transmitimos si nos apasiona la actividad que estamos realizando? No hay punto de comparación. Es evidente que Atari: Game over fue hecha sin pretensiones comerciales, se sobreentiende que la idea no era lucrar con un producto que tampoco es de impacto masivo y apunta específicamente a un target de cierta edad aunque tampoco hay que descartar la presencia de las nuevas generaciones. Quienes tal vez no vivieron el momento histórico que refleja la película pero son del palo y demuestran su afición en muchos de los testimonios que recogió Penn. En lo personal debo confesar que nunca fui un voraz consumidor de los juegos de videos. Recuerdo que me prendía de cuando en cuando con las máquinas de Arcade; luego descubrí y me divertí con la novedad del ColecoVision durante un par de temporadas pero al promediar el secundario mi experiencia como gamer prácticamente había llegado a su fin. Las computadoras me parecían algo de otra galaxia y mi conocimiento de las mismas se limitaba a reconocer su existencia. Tras ver Juegos de guerra en el verano de 1984 también me quedó claro que podían convertirse en un arma mortal… y en un material fílmico de primera clase. Por cierto WarGames, del subvalorado maestro John Badham, es un thriller portentoso muy logrado y que expone maravillosamente la época en que fue rodada. De ese mismo período data la serie Los chicos de la computadora (Whiz kids), otro título de culto que más de uno evocará con una sonrisa. Y eso por no mencionar a Tron o El último guerrero espacial que por ese entonces fueron vanguardistas en su tratamiento visual y el desarrollo de los efectos visuales por computadora. Pero basta de dispersión, a la conclusión que quería arribar es que no soy probablemente el espectador que tenía en mente Penn al plasmar su documental; y sin embargo, y aquí hay un mérito suyo enorme, logró emocionarme como al geek más entendido y fanatizado. La clave de Penn reside en el exitoso proceso de involucrar al público con la gesta que lo impulsa: la búsqueda en un basural de gigantescas proporciones de un enorme lote de cartuchos del juego de E.T., que fueron allí enterrados como si se tratara de un pecado que había que ocultar de la atención pública y sepultarlos lejos de todo. Para llevar adelante semejante misión Penn se rodea de especialistas que incluye a ingenieros, diseñadores de videos (no podía faltar Howard Scott Warshaw, el creador del mentado y “maldito” juego), ex empleados y ejecutivos de Atari y empresas rivales, y fans acérrimos que se enteran de la movida y se trasladan hasta la locación de Nuevo México donde consideran que Atari enterró a E.T. para brindar lo que podría denominarse apoyo moral. Hasta el intendente de la ciudad da el visto bueno para que Penn y su equipo se aboquen a la búsqueda de esta suerte de Santo Grial para los gamers de los 80’s. No cuento si lo consiguen o no, sólo que el final es inmensamente emotivo como jamás creí posible en una narración de este tipo.


Zak Penn, otro nostálgico irredimible...


Si bien el hecho puntual que inspira a Penn es la excavación en pos de los cartuchos de E.T., no por eso el hombre se desentiende de los rudimentos básicos de todo buen documental y se ocupa de darle un contexto a su obsesión. Por eso hay un adecuado desarrollo de cómo surge Atari, su pináculo y decadencia, con entrevistas a la gente del medio que fueron testigos de los inicios, de los primeros triunfos, del furor comercial a principios de 1980 y el lento declive cuyo epicentro muchos asocian justamente con el fiasco que representó el juego de E.T. Uno de los atractivos que le encuentro a la película es la intriga que plantea la premisa: ¿se trata de una leyenda urbana, un simple mito transmitido de boca en boca, o acaso la existencia del lote enterrado tiene algún viso de realidad? En este punto vale una aclaración: aquí se habla de Atari pero lejos está Penn de querer suscribir la versión definitiva sobre la misma. Insisto, detrás de todo hay un misterio que durante lustros mantuvo a toda una legión de fans enfrascada en debates eternos y que gracias a la impresionante tarea de Penn por fin encuentra un cierre a tanta especulación y teoría conspirativa. Seguramente Atari: Game over no es un gran documental pero sí uno con el que podemos identificarnos y disfrutar como hijos de la cultura popular que somos.


Trailer de Atari: Game over